Horas insensatas


Soñarte, mirarte y esperar.
Que tus ojos color indefinido consigan removerlo.
¿El qué? No sé, da igual,
todo, sin más.
Despejarse por la mañana,
acercar la mano a tu pómulo y, pierna con pierna,
dibujar en la sábana un deseo tonto, simple, banal.
Un juego de niños ejecutado por dos cuerpos adultos,
con miedo entre las sombras,
sin espejos donde verse, sin ruidos que escuchar.
Y una caricia,
y otra,
que atraviesan la bruma e intentan prender la hoguera.
Y te niegas, me niego,
tiene nombre el miedo.
Y estancado se queda intentando derrumbarlo,
vaciando el agujero,
abriendo la puerta de emergencia.
Que correr se vuelve ya costumbre cuando el daño es natural.
Que decir que no y saltar sin pensamiento entra ya en el mundo del desesperar.
Porque ellos se creen vividos,
pero yo opino que si nunca han visto tus ojos como yo los he visto,
se les ha olvidado disfrutar de esos besos, cortos, que no saben a nada más que a ti.
Y debería lucharte,
y no lo hago porque el punto medio lo perdí y la cordura me estalló.
Y creyéndose perdida jugó a despistarme,
a discutir conmigo quien tiene las riendas de mi disfraz,
a cambiarme los papeles y el guión a interpretar, sin saber que
ya no tiene nada que hacer con mi persona.
Que ella sola, idiota, entró en la celda y se enjauló.
Y ábrela, que da igual, ahí al menos el olor a gasolina no entra.
Se respira bien, dijo y se durmió.
No añadió nada más.