Vainilla




Y sigo esperando el puto milagro de caderas que éramos, el de tus labios acorralando mi miedo para meterle mano sin su permiso, acallando sus gritos con latidos. Que me faltas encima tapándome el resto del mundo, o a un lado acompañándome a saltarlo. La competición de quién llega antes en la que siempre perdías, y de la que nunca supimos (ni sabremos) el resultado. Coge todas las miradas furtivas. Coge todos los ángulos que quieras, la ropa, hasta la piel. No me interesa ser legal si significa que no me miras con el deseo quemándote los ojos. Casi quemándome la ropa. Si la tuviera.

No te cortes, la cama está para quitarnos la ropa y la educación.

Bragas


Me he prohibido soñar. Y hablar. Y pensar.

Pronto empiezan a acumularse los errores en la puerta pero yo aquí sigo, sin saber en qué sobre enviar las reclamaciones, si en el de ”ya lo arreglaré” o en el de ”seré sincera, me importa una mierda”.

Debería abrir la ventana a ver si en un desliz, uno más de tantos que tuvimos, consigo que te cueles por ella. O para que se ventile este aire tan viciado de deseos, de momentos que no fueron, ni son, ni serán.

Lo que el azar conspire con tus caderas, como siempre.

No he dejado de sonreír (ya sabes que vengo así por defecto), siquiera en sueños, o tras el quinto absenta derritiéndome la coherencia. Si es que alguna vez la tuvimos, igual que dudo si te tuve a ti o simplemente fuimos socios de destrozos. De manías y miedos, de tu boca y mi cuello, de tu cama y mis resacas, de alergia a desconocernos.
Alergia a tantas cosas…

Ya no cruzo de blanco en blanco a ver si acierto (de una puta vez) y me he decidido a cruzar con los dedos más caras. Y máscaras por supuesto, quebrando por la mía que ya era hora.
Que parece mentira que siga negando estas ganas que me has dejado. De que me pidas permiso aún sabiendo las respuestas sólo para escuchar mi necesidad de tus manos. Y de tu lengua. 
Y de más.

Demasiado.

Así que disculpa que use los calores para mentirme un rato más horneando “mañana olvido”s con tan mal sabor que ni yo me los trago, pero algo tenía que hacer con los grados de más. Porque bebérmelos me sale con el precio a devolver, y ya suficientes daños llevo de los centímetros de distancia que ni tú ni yo entendemos.

‘Dónde’ se lo dejo a tu recuerdo mirándome las bragas.

Pero sonreías, de eso no me olvido.

292


Dejamos el futuro en una esquina, entre botellas de tequila y mensajes a enviar. Y tras bebérselas todas ya no sabía qué tenía que pedir, si auxilio o soledad.
Que por mucho que digan 'era increíble, no puede ser el final' se equivocan. Ella lo sabe, lo ha vivido. Que si el miedo consigue romperlo sólo debía ser un juego. Un juego envidiable, pero un juego al final. Que no sabe si creérselo, pero vive con ello. Como ha hecho hasta ahora, como siempre. Y a base de tortazos se mantiene a raya, y se la esnifa para levantar la mirada y ver algo más que figuras distorsionadas de lo que no debería ser.
Y ahí se queda un segundo más. Aislada. Sin dar señales. Sin que la encuentren. Los ruidos de fuera la empequeñecen. La asustan. La hacen recordar. Que ella no dijo aquel 'volvería a todos esos lugares contigo', ni el primer 'me gustas', ni dedicó la primera canción. Siquiera el primer beso. Que su calma hacia la tormenta fue un arriesgo ya no sabe bien a qué, pero se arriesgó. Y a cambio paga cobardías. Que no quiere lo sientos si no te van a hacer terminar en su cama, ni miradas de súplica si no son para que se desnude para ti. Que si bien no es suficiente, está claro que nada lo es. Que era un ínfimo punto y lo ha extirpado, y ahora sólo queda un amasijo de nervios desechado a los pies. 'Como una roca me siento mejor..' dice su mirada, su risa y sus mejillas descoloridas. Y no la pidas más. Porque ella es así y sabe que, de merecer la pena, ya lo habría merecido.
Y no frena, acelera, y sonreirá hasta que no queden arrugas que marcar. Porque ella es así. Y no la pidas lo contrario.
Y no, tampoco más.

Carta a los veintidós


(Todos deberíamos recibir cartas bonitas en nuestro cumpleaños.
Que aunque luego se pierdan los sentimientos,
a mí no dejarán de sacarme sonrisas.)


Se quedó quieta, mirando a la nada, sin pensar, sin preocuparse, indiferente del tiempo y la temperatura, concentrada únicamente en el brazo que la rodeaba y el cuerpo que tenía al lado tumbado. Era increíble. La situación, él, todo. Su personalidad, tan diferente a todas las personas con las que se había cruzado pero a la vez tan comprensible cada matiz. Sus silencios. Su parte cerrada, tan intrigante, tan ‘quiero saber qué hay debajo de esa careta de antisocial que gastas, no puede ser tan malo. No, cuando consigo hacerte reír lo demuestras. Es fascinante.’ Su forma de tratarla, como si fuera algo, interesante, como si mereciera la pena soltar la primera estupidez que se le ocurriera sólo por ver cómo vibraba toda la cama con su risa. No era tan fácil hacerla reír. Ese era otro detalle que él había conseguido cambiar sin proponérselo, sólo siendo él. Sólo porque le encanta escucharla reír. Ella, que no era nada pero él no sabía verlo, y le estaba contagiando centímetro a centímetro su ceguera. Él, que la abraza sin más y le da un lugar en el que querer quedarse. Él, que no sabe ver lo que es. Que era algo simple, y a base de paseos, cervezas, mensajes de buenos días y buenas noches, motes, besos, mordiscos y sinceridad, lo ha cambiado. Poco a poco, paso a paso. Sin forzar ni un mínimo gesto. Nada. Y no le importa. Y no le molesta que lo siga haciendo.

Se gira un poco, mira sus ojos y sonríe.
Por esto no le importa.
Y le da un beso.

-¿Qué pasa?
-Nada.

-¿De verdad?

“Piénsalo bien. No, no pasa nada. Nada. Nada más que esto, que el momento. Que tu mano en mi espalda y la mía en tu cuello. Que tus piernas enredadas con las mías. Que la ropa que nos sobraba y que ya está en el suelo. Que el tiempo que estamos desaprovechando hablando en vez de comiéndonos.”

Y claro, no puede evitarlo, se ríe.

-¿De qué te ríes?

“De alegría. Pura. De que me derrites. De que no pretendía ir con prisas y mira, con una simple mirada ya no sé qué he hecho con mis bragas. De que no entiendo por qué me encantas y de que tampoco le pienso poner un motivo. De mí. De que soy la imposible en tus brazos.”

-De ti.

“De tu decisión de gastar todo lo que vales aquí sólo por poder bajar la mano de mi espalda.
De lo mucho que me encantas.
De que estoy empezando a asumirlo.

De todo eso me río.”

272



      Porque está claro que si la noche fuera nuestra,
      lo que escucharían las paredes
      no serían palabras.

      Esos me gustas, seguidos de un me pones y un,
      'tengo unas ganas tremendas de follarte'
      que están claras entre tus piernas,
      pero que quedan mejor borrando el romanticismo
      y dejándonos desnudos
      antes de que nos dé tiempo a quitarnos la ropa.

      Esos mordiscos
      por el cuello
      convenciéndonos de que nuestra sed sólo se calma con carne.
      Y ganas,
      y lenguas,
      y ombligos,
      y lo que nos pidamos entre suspiros.
      Sin mundo más allá de nuestra guerra de fascinación irracional.

      Que lo increíble son las sábanas por tu espalda escondiéndome los lunares
      para que no me los aprenda
      (aún),
      y tu cara de sorpresa al saberte ganador
      en una pelea que no pretendías ni comenzar.
      Y me desnudas
      lentamente
      disfrutando
      del momento,
      y yo
      me corro
      de impaciencia
      de que me empieces.

      Vaya paradoja.

      Que son estúpidas las normas y me haces olvidarlas,
      ¿qué más da el tiempo si ahora desearíamos que no existiera?
      Para comernos
      sin prisa
      pero todas las veces que quisiéramos.

      Y repetir.

      Y repetir.

      Y descubrir que contigo no tengo fondo,
      ni ganas de tenerlo.
      Y tampoco miedo.
      Y eso es lo que más me gusta cuando
      mientras bajas tu mano por mi espalda
      me dices
      'señorita, me pido ser el dueño
      de su culo',
      y me miras serio,
      desafiándome a dudarlo.
      Y yo,
      qué quieres que te diga,
      con esa mirada
      de mi culo
      y de lo que me pidas.

dimhis


Me dije que era el último, aunque no sabía bien el último qué.
El último día de malos ratos, el último error que me permitiría cometer, o el último cigarro.
Ni si quiera sabía durante cuanto tiempo me iba a acordar de mis palabras.
Sólo esa noche lo más seguro,
mañana me excusaría de alguna manera y volvería a dejar que mi corazón se parara unos segundos por unos ojos que me demostraran interés.
Yo era así, qué iba a hacerle.
Sin embargo esa noche estaba claro, esa noche era la última.
Me vestí, di el último beso y cerré la puerta.
Y... sí, por qué no, también por vez última me permití una sonrisa.

Numérico.


A historias incompletas y canciones de promesas le late el corazón. No sabe bien desde cuando ni por qué es así, pero tampoco se queja. Lo tiene asumido, tratar de cambiarlo sería acelerar el crecimiento de sus caídas y suficiente tiene con tropezar. Coge el bolso y saca el pintalabios color "hoy nada me puede derrumbar". No tiene ganas de escribir nada que no sean mensajes en botellas que nadie recoge, pero le echa ese valor que siempre le falta y escribe en el espejo las palabras que desmienten la sonrisa de su cara. Echar uno de esos suspiros difuminados incompatibles con el aire que respira y emborronarlo todo es estúpido, lo sabe, pero es uno de esos errores que da igual que sepas que está mal, necesita hacerlo. Y lo hace, y no hay nadie allí para pararla. Para decirla "es inútil, ya lo has manchado, no hay vuelta atrás". Ella actúa, sin mirar. Como con la mayoría de sus locuras, sobretodo la de callar. Por qué se callará siempre las palabras que lo arreglan todo, por qué. Se le ha manchado la ropa con tanto teatro frente a sí misma, el lavabo mojado consigue que el blanco de su camisa se vuelva de un tono trasparente que cualquiera que la viera pensaría "estarías mejor si la camiseta de debajo no tapara tus encantos", pero ella ni se inmuta. Está hecha un desastre, como antes, como siempre. Se mira a través de la mancha y se da cuenta. A medio hacer. Al fin está como recordaba.
Deja la camisa y sus excusas en la papelera, ajusta esa sonrisa que es sólo suya en sus labios y sale a cometer errores y a asumir desganas. El pintalabios se queda allí solo como único testigo de las mentiras que puede contarse una para justificar estupideces.
Aunque esta vez, por mucho que busque, no consigue ni encontrarlas.