Numérico.


A historias incompletas y canciones de promesas le late el corazón. No sabe bien desde cuando ni por qué es así, pero tampoco se queja. Lo tiene asumido, tratar de cambiarlo sería acelerar el crecimiento de sus caídas y suficiente tiene con tropezar. Coge el bolso y saca el pintalabios color "hoy nada me puede derrumbar". No tiene ganas de escribir nada que no sean mensajes en botellas que nadie recoge, pero le echa ese valor que siempre le falta y escribe en el espejo las palabras que desmienten la sonrisa de su cara. Echar uno de esos suspiros difuminados incompatibles con el aire que respira y emborronarlo todo es estúpido, lo sabe, pero es uno de esos errores que da igual que sepas que está mal, necesita hacerlo. Y lo hace, y no hay nadie allí para pararla. Para decirla "es inútil, ya lo has manchado, no hay vuelta atrás". Ella actúa, sin mirar. Como con la mayoría de sus locuras, sobretodo la de callar. Por qué se callará siempre las palabras que lo arreglan todo, por qué. Se le ha manchado la ropa con tanto teatro frente a sí misma, el lavabo mojado consigue que el blanco de su camisa se vuelva de un tono trasparente que cualquiera que la viera pensaría "estarías mejor si la camiseta de debajo no tapara tus encantos", pero ella ni se inmuta. Está hecha un desastre, como antes, como siempre. Se mira a través de la mancha y se da cuenta. A medio hacer. Al fin está como recordaba.
Deja la camisa y sus excusas en la papelera, ajusta esa sonrisa que es sólo suya en sus labios y sale a cometer errores y a asumir desganas. El pintalabios se queda allí solo como único testigo de las mentiras que puede contarse una para justificar estupideces.
Aunque esta vez, por mucho que busque, no consigue ni encontrarlas.