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Podríamos decir, y estaríamos en lo cierto,
que era idiota.

O que simplemente le gusta comerle la boca a la felicidad cada noche,
aunque eso suponga morirse de sed cada día.

Que a fin de cuentas es lo mismo.
Era tremendamente idiota.

El tiempo se le corre demasiado deprisa y nunca supo otra manera de frenar que no fuera chocando contra sus muros.
Que rendirse nunca fue para ella.
Que si no nunca habría llegado a comprender lo bonito de los defectos,
de las caídas,
y de las recaídas.

De la vida.

De ser ella misma.

De ser idiota.

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